Llegó como jugando, brincando por todas partes sacudiéndoles los pantalones tierrosos a los hombres cansados, aburridos, asueñados; rascándoles la panza a los patojos; metiéndose debajo de las naguas
La gente entonces intentó desamontonarse, decirse algo, pero tuvieron que seguir juntos y callarse. Porque entonces ya no fueron ni el viento ni los coyotes y los chuchos los del ruido. Fue la misma gente. Oyeron cómo de repente sus dientes chocaron unos contra otros para sacarse chispas y calentarse, sintieron como se les quebraban los huesos y el pellejo se les chupaba como si quisiera ponerse al revés buscando algún sol que hubiera adentro. Las mujeres metieron a los patojos debajo de sus naguas deseando regresarlos al lugar de donde los habían sacado mientras los hombres se desamontonaron por un momento y, bailando, bailando, buscaron leña y atizaron el fuego. Pero fue lo mismo. De nada sirvió. Entonces, no atinando que hacer, congelados hasta los pensamientos, se acercaron otra vez a sus mujeres y sus hijos para calentarlos y calentarse con ponchos, con tusa, con costales, con sus cuerpos, con lo que hubiera a la mano. Del otro lado de las paredes, de los cercos, los árboles tronaban enjutándose, buscándose con sus ramas, con sus hojas, queriendo hundirse en la tierra, juntarse a sus raíces, y los chuchos, desesperados, abrían portillos en los ranchos o se hacían un nudo entre ellos mismos. Pero pasó. También se fue. todos oyeron, sintieron cómo al fin se levantó, echó sus costales de hielo a la espalda y se fue en dirección a donde se había ido el viento, por donde habían aullado los coyotes.
Entonces cayó sobre la aldea un tecolote mudo, zonzo, triste, un silencio tan espeso que no daban ganas de decir una sola palabra, dar un paso, respirar. Como si todos los ruidos se hubieran juntado y dado vuelta para darle forma a ese silencio que exigía más silencio. Un hombre, el más bravo del pueblo, el más diagüevo, otro no lo hubiera hecho, se desesperó tanto que hizo un disparo al aire. Todos respiraron. Pero fue pior. Porque entonces, después de haberse apagado el balazo, todo pareció como antes de la vida, como antes del mundo. Como en el tiempo de la nada. Una semilla que reventara era una bomba, un grillo que cantara una ametralladora. Los únicos que sostenían la vida, que aseguraban que había vida, eran los relojes con su tic tac en los altares de los santos. Pero empezaron a caminar lentamente, con una pereza de años, de óxido, de muerte. Y cuando las agujas horeras y las agujas minuteras se juntaron, el tic tac se calló. Entonces el miedo que estaba en el pellejo del presentimiento se volvió un animal que se puso a arañar, como los chuchos, en las puertas de los corazones.
Recuerdo que fue la misa más larga que había habido hasta entonces, pues para las otras, el padre llegaba con prisa para terminar pronto y sólo se detenía en el sermón por un rato para predicar en contra de los protestantes, de los que no había ni uno en el pueblo; en contra de los liberales y los masones, que eran parecidos a los protestantes, pero de los que nadie conocía ni uno para muestra, y de vez en cuando también en contra de los comunistas que para la gente del pueblo era como oir hablar de una España lejana y perdida entre el mar o como un libro raro llamado Popol Vuh; y, finalmente, en contra de la Virgen de Concepción que era como resumen de todo, según el padre: protestantismo, comunismo, masonería y liberalismo y que todos entendían perfectamente porque les era familiar y cercana. Esta vez, sin embargo no hubo sermón expiatorio.
Mentiras que ese año el cielo fuera chicoteado tanto por los rayos que su pellejo azul se haya puesto negro, redondo como nacido, y que durante todo el invierno, no aguantando a contener su sangre muerta y para seguir viviendo allá arriba, se haya agujereado el cuerpo y haya dejado caer sobre la tierra, sobre toda la cara de la tierra, su lodo de vida muerta a chorros, a torrentes como por tubos prendidos en las nubes hasta vaciarse, borrando las casas, el pueblo, los caminos, arrastrando a mucha gente de la que sólo se encontraron después pedacitos de trapo, caites, huesos recien abiertos como heridas. Y que entonces, al terminar el invierno, el cielo que quedó haya sido otro, uno recién descubierto, cielo que bajó de más arriba, que se aproximó a la tierra hasta casi rozarla, limpio, sin nubes, estirado como ojo de indio, brillante, terrible como culo de botella, de donde caían los rayos del sol como leños ardiendo. Mentiras que haa sido en ese mediodía de ese verano, en el minuto en punto en que se partía en dos para llegar a invierno, cuando el sol calienta más a la tierra y a la gente se le metía en los ojos, se les bajaba a la barriga y les incendiaba el bosque del vientre.
Y también sólo de repente, alguna creciente que baja del volcán y se lleva algunas casas y deja algunos muertos y la gente, la de las mismas caras y los mismos apellidos, que neciamente vuelve a levantar los mismos ranchos y a sustituir a los muertos con gente nuevecita.
Y también sólo de repente, alguna peste: tosferina, sarampión, tuberculosis, hambre, que se llevara a los patojos, a gente ya lograda, a viejos que ya no es necesario que vivan, pero así tan natural, tan de vieja manera como la costumbre.
Y a este pueblo vos regresaste; vos, el que aquí dejó enterrado su ombligo y se llevó su vida, el que regresó por su ombligo para morir junto a él pero dejó en otro lado lo mejos de su vida; vos, el que regresó con los ojos llenos de mundo, mundo odiado, mundo ladino en donde fuiste discriminado; vos, el que aquí se muere de tedio, tendido sobre el petate casi todos los días y todas las noches, pudriéndote de goma mientras esperás a ¿quién? ¿a quién esperás? Tocan tu puerta de calle pero vos no salís. Quienquiera que sea que entre, que empuje la puerta, que camine, qué venga hasta ¿mí?, que te sorprenda en la espera, que te agarre con las manos en la masa: sobándote el miembro, masturbándote, acabando, acabándote vos; vos, hoy domingo, salís. Te has desesperado de que no venga ¿quién? No sabés quién y por eso te desesperás y salís y querés irte, pero sabés que podrías morir en otra parte y querés ser enterrado junto a tu madre, en sus brazos, en sus brazos de polvo, regresar a su matriz de polvo hasta volverte su niño de polvo, su embrión de polvo, hasta la nada de polvo con ella.
Y mientras desvelaban, se sentaban, se paraban, se sentaban otra vez y otra vez se paraban, desesperados porque nunca amanecía y trataban de encender fósforos para darse siquiera la ilusión de la luz, pero los fósforos no se encendían, eran como rojos granizos de fuego congelado; entonces, sobaban piedras contra piedras pero las piedras se desgastaban hasta volverse montoncitos de polvo que no alumbraban, polvo muerto, ceniza de polvo, ceniza de ceniza. Sin embargo, lo pior de lo pior sucedió cuando todos sintieron hambre y quisieron comerse las gallinas y los pájaros muertos por el viento, pero al ir a recogerlos encontraron sólo las plumas de los cadáveres porque ya los perros habían devorado carne y huesos totalmente; entonces, se enfurecieron contra los perros y los agarraron, los amarraron y les apacharon la barriga para que arrojaran la comida, pero éstos los mordieron y tuvieron que abrirse heridas en los brazos para dar de beber de su sangre a sus mujeres, y las mujeres exprimirse las chiches para dar de su leche exhausta a sus maridos y a sus hijos, y luego, para aprovechar la oscuridad y el tiempo, los hombres trataron de meter sus pajaritos en los nidos de sus mujeres pero los pajaritos estaban muertos desde antes, estaban chupados como ratoncitos caídos desde hacía días en la trampa, como arrugadas culebritas enrolladas para siempre. Entonces, los pedazos de lengua que todavía les sobraban terminaron de comérselos las hormigas del miedo.
Y no hallando otra cosa que hacer, mejor decidieron acostumbrarse a la oscuridad y seguir mirando para donde siempre amanecía. Pero como ahora eran los segundos los de hule, empezaron a hacerse la señal de la cruz cuando se rozaban porque creyeron que tal vez ya estaban muertos desde hacía tiempo, pero que aún no se habían dado cuenta y se sintieron difuntos ya muy viejos que ahora sólo estaban espantando y espantándose, se sintieron ánimas de hombres que por ánimas sólo podían vivir en la oscuridad, y pensaron que si estaban velando la luz del sol era para dejar de seguir penando, ya que la oscuridad no les servía siquiera para hacer más muertecitos.
Y, entonces, para no seguir penando, decidieron inventar el día sólo en sus cabezas…
Nunca fuiste hijo de tu padre, menos de tu madre aunque ella te haya tenido.
¿Verdá que no sabés qué es lo que es llevar caites en los pies? ¿Verdá que no sabés qué es tener callos en las manos? Vos no sabés lo que son las madrugadas con el bastimento a la espalda y el azadón al hombro ni los atardeceres con el mecapal en la frente y el tercio de leña a la espalda. No. Tu mundo siempre fue otro mundo, tu aire siempre fue otro aire. Vos nunca estuviste enlazado a la tierra. Bueno, claro que sí, claro que vas a la tierra, a la tierra que te heredaron, pero no como el hombre que se rompe sobre el surco sino el finquerito de aldea que sos.
Otra cosa fueron tus padres que sí se rompieron sobre la tierra para que vos pudieras irte. Y te fuiste. Pero ya no volviste, te quedaste perdido en otra parte. Porque quien volvió fue tu sombra y cuando tu sombra entró a tu casa se encontró con que tu padre ya no estaba. Tu buey. Cierto que te fuiste al cementerio a ver donde lo habían enterrado y le llevaste alguna su flor y alguna su lágrima. Pero por compromiso. Porque pensaste que quien estaba abajo mirándote era el esqueleto de alguien que por casualidad te había hecho y que por casualidad te había heredado su apellido. Pensaste, te pensaste internacional y que bien pudiste haber nacido en otra parte de otro padre y no de éste que te había heredado la tierra de que vivís. Qué te importaba que se hubiera ido la mitá de un mundo que siempre te había sido extraño. Te quedaba la otra mitá. Y muerta ésta, sólo vos navegando sobre la aldea como un globo que nunca puede tocar tierra.
Pero a ella tampoco la lloraste. Esa sirvienta tampoco merecía una lágrima. Lo que sí te dolió fue tu soledad, tu no tener quien te sirviera mientras vos soñabas con ese mundo ajeno a tu aldea.
Ahora venís del cementerio. Al fin te acordaste que tenías padres. Que necesitaban una su flor, una su cruz. Lo que no sabés es que a quien adornaste fue a tu único padre, a tu única madre: la muerte, tu muerte.
Porque vos nunca fuiste hijo de tu padre, menos de tu madre.
Por eso, cuando un domingo se tendió un cerco en el pueblo y los jóvenes fueron sacados de los follajes de los árboles, perseguidos en los terrenos, en los bosques, sacados de debajo de las ollas que servían para las fiestas, de entre los brazos de sus madres, de sus mujeres, de sus hermanas, de debajo de sus naguas, de entre las redes de tuza y llorando fueron llevados a la alcaldía para ser llevados al cuartel en la capital lejana, el Pascualito, como quien da chile a comer, se asomó sereno y sin machete al cabildo y se puso a pasear frente de las autoridades. El jefe de la milicia desde hacía tiempos le había hechado el ojo pero cuando vio que lo tenía a la mano pensó de otra manera y le dijo:
—No tengás pena. A vos no te vamos a llevar.
—No sea baboso —le contestó él. —Yo no vine para que me agarren sino para que me lleven.
—¿Y tu nana?
—No sea baboso. Llévenme o se lo lleva la chingada.
—¿Pero por qué te querés ir, vos?
—Tengo hambre.
—Bueno, allí vos. Pero no tengás pena. Con lo cabrón que sos, ya ya vas a ascender. Quién sabe si de repente no vas a llegar a General. No, no te preocupés. Para llegar a eso no se necesita saber leer ni escribir. Solo ser malo, ser cabrón, ser pura mierda con los demás. Te felicito, buen camino vas a agarrar.
—Sí, he vuelto. Tenía necesidad de volver, de poner mis pies otra vez sobre esta tierra, de respirar otra vez su aire, de beber su agua.
—Yo pensé que ya nunca volverías. Quién que se va de aquí vuelve a esta tristeza, a esta miseria de pueblo. Es increíble.
—Así parece. Pero aunque te odien, el calor de tu rancho no lo vas a encontrar en ningún lado, sobre todo si sos indio. Sí, te abren las puertas pero en cuanto miran tu color, tu cara, tu pelo piensan que no sos hombre sino su remedo, que más te parecés a un animal, que tu condición es ser menos que ellos y te cierran la puerta y te abren la otra, la de la calle, la de la cárcel. Entonces, vagás, te volvés mañoso para no morir de hambre, te volvés ladrón, andás de arriba para abajo como judío errante. No, aunque te odien aquí, este odio parece amor porque si te morís te entierran, no te dejan para comida de los zopes, te lloran, te recuerdan, te ponen tu cruz.
—Mirá, ¿entonces te veniste para siempre?
—Sí, me vine para quedarme, para que me entierren aquí. Mejor dicho, vine a morirme, a que me maten o a que me muera yo solo de todo lo que traigo adentro.
—¿Y qué traés adentro?
—No sé. Es tanto lo que he vivido, lo que me han sacado que no sé que es lo que traigo.
—Odios tal vez.
—Sí, tal vez odios.
—Pero mirá, ¿por qué no te los vas a sacar a otra parte? Yo estoy seguro que con lo que has andado aquí no vas a encontrar juicio.
—Tal vez. Pero aquí está enterrado mi ombligo, ese pedazo de carne que ahora ya será polvo está debajo de ese titunte. Mi ombligo. Como quien dice mi madre a quien no le pude cerrar los ojos.
—Tenés razón. Pero, ¿por qué no lo sacás y te lo llevás a otra parte, con vos?
—Que lo encontrara. Pero ya te dije, es puro polvo y no podría andar cargando tierra.
—Te lo digo porque no se te ve muy conforme. Es cierto que sos de aquí pero no te debés sentir muy a gusto. A saber que linduras no habrán visto esos ojos, a saber que habrán visto en otros lugares y luego volver aquí. Qué ocurrencia.
—Es cierto. Linduras abundan en otros lugares. Pero no son tuyas. Lo único que podés hacer es que se te caiga la saliva. Y de repente te juntás con una mujer, una cualquiera pero de un color diferente al tuyo. Y esa mujer te da de todo lo que puede dar una mujer menos un hijo porque no quiere que ese niño sea como vos. Te quiere porque le das dinero. Te llenás de odio. Y entonces, mejor volvés a tu pueblo pero no a juntarte con nadie, ya estás muy viejo, ya no podrás cuidar a tu hijo. Podría volverse un bandido por falta de padre. Sí, volvés. ¿A qué? Tal vez a morirte. A vengarte y morirte. Pero a vengarte de quién. No sabés. Presentís nada más. ¿Del pueblo que no te quiere? No. Del pueblo no porque ahora lo amás. Tal vez más bien sea que venís a vengar a sus mujeres o a defender a sus hombres. Pero no sabés, no mirás muy clara la cosa.
—No te entiendo.
—Sí, tenés razón. Yo tampoco comprendo lo que me pasa. No sé.
La mujer de Gallina le dice:
—¿Qué te pasa, vos? Parece que ya no fueras el mismo. ¿Qué te tiene inquieto? Cuando te dormís no te dormís. ¿Qué te sucede?
—Nada —contesta él. —Soy el mismo.
Pero él sabe que está mintiendo, que se está mintiendo, que ya no es el mismo sino sólo un rastro, una huella de lo que ha sido. Pero siente terror de decir la verdad.
Sin embargo, la mujer de Gallina le insiste:
—Cómo no. Si te miraras en el espejo. Tenés una cara que no es.
—¿De muerto, entonces? —Se toca las manos, los pies de último la cara.
—Bueno, no sé. Mejor mirate.
El espejo está en uno de los pilares del corredor de la casa. Se acerca con valentía, se para frente al pilar y mira la cara que está del otro lado del espejo, la que lo mira después de la línea divisoria del cristal.
—Sí, de verdá parece que como que estoy un poco cambiado.
Pero lo dice de mentiras. Porque se acercó al espejo pero no quiso mirarse.
Sin embargo, su mujer lo ha visto y no la puede engañar:
—Vos tenés miedo. ¿Por qué no te miraste?, ¿por qué? —Y ya no le dice más, sale del cuarto y se va para la cocina. Pero desde ese día lo vigila, lo sigue, mira todos sus movimientos.
Por su parte, Gallina trata de huir de sí mismo. Trata de no pensar.
[…] luego empezaron a caminar para atrás, de reculado, a chocar contra todos los recuerdos, por ejemplo, en las cosas banales que precedieron a la primera mitad de la última noche, luego cuando nacieron sus primeros hijos, luego cuando se casaron, luego cuando probaron o a la primera mujer o al primer hombre, luego cuando tartamudearon para decirle a alguien que lo querían, luego cuando les empezó a nacer pelos entre las canillas y/o cambiaron de voz o les brotó frutas en el pecho, luego cuando Hitler, luego cuando llegó al pueblo el primer automóvil, luego cuando el teléfono, luego cuando la primera guerra mundial de la que sólo se oyeron noticias pero nunca los cañonazos, luego cuando el chapulín y la sequía y el hambre y tuvieron que comer guineos en lugar de tortillas, luego cuando la viruela, luego cuando llegaron los primeros protestantes que fueron apedreados y la Revolución de Barrios, luego cuando se murieron los bisabuelos que les contaban estas historias a los abuelos, luego las historias a los padres, luego cuando se murieron los padres que les contaban estas historias a los hijos y así hasta toparse con el último recuerdo que ya no recordaban y cuando recordaron todo empezaron a caminar para adelante, a chocar contra todo lo que deseaban, por ejemplo, un pedazo de tierra, que los hijos no se murieran de sarampión, de tosferina, que ganaran sus años en la escuela, que cuando crecieran los niños no fueran a ser borrachos o mujereros y que a las niñas no les fueran hacer nada antes de tiempo, que no hubiera sequía, que si el pajarito se les parara nuevamente que ya no pudiera fabricar más muchachitos, que el próximo gobierno no fuera otro hijo de puta, que les compusiera el puente, que les bajara el agua, que les construyera otra escuela, que ya no se llevaran a los hijos al cuartel, que los patrones a donde sus hijas se iban a servir no se las cogieran y dejaran abandonadas con hijos, que no hubiera tercera guerra mundial, que ya no hubiera ese cuento de bolos que se llamaban elecciones, que los hombres no se fueran a la luna porque eso era un insulto a Dios, que los gringos se fueran a la mierda y se hicieran mierda con los rusos pero no con otras naciones y, en fin, que estuvieran de verdad vivos y no muertos.
—Vos no entendés. Cómo no bajás de tu altar, como no te relacionás no nadie, no ves qué hay en el corazón de los hombres de este pueblo. Allí no hay amor de hijos sino deseao, purititas ganas de cogerla.
—¿A la madre de Dios, a nuestra madre santísima? Persinate la boca.
—Es que ella no es nuestra madre. Ella es una mujer ladina cualquiera; pero puesta aquí para darnos carita, una ladina de pueblo, qué se entiende. La prueba está en que vienen de la ciudá y entra a la iglesia y la ven como si nada. Claro, no es la Virgen de sus Catedral, no es siquiera una putita de sus cantinas. En cambio aquí todos se desviven por ella, le hacen grandes fiestas, la tienen como la Reina, pero ya se sabe por qué. —Parecía como al hablar se estuviera vaciando, como si se estuviera desangrando una herida antigua pero aún fresca —¿Sabés una cosa? Yo me he fijado en eso: en la ciudá los hombres de aquí buscan en las ladinas la cara de la Virgen, aquí buscan en la Virgen la cara de las ladinas. Por eso la Virgen es la Reina y ellas la niña tal, la Seño tal. En cambio, nosotras somos la Juana, la Concha, la Venancia. ¡Las gallinas del patio! ¿Sabés una cosa? —Sus ojos se iluminaron de una luz desconocida, como de otro mundo, de otra sangre —No te quiero…