Tomado de Juntacadáveres de Juan Carlos Onetti

IV

Asistiendo encogido junto a la estufa, donde ardía y se apagaba la brazada de ramas verdes que había acarreado el muchacho, Díaz Grey buscaba reunir todo lo que el vehemente repetidor hombre gordo ignoraba de sí mismo. «Nació aquí, en la costa, y las superficies del río, de la arena, del campo lo estuvieron aislando y lo anularon, durante cincuenta años mientras que la frecuencia de la balsa le dio, le mantiene la ilusión de participar en los hechos lejanos que él considera decisivos. No es una persona; es, como todos los habitantes de esta franja del río, una determinada intensidad de existencia que ocupa, se envasa en la forma de su particular manía, su particular idiotez. Porque solo nos diferenciamos por el tipo de autonegación que hemos elegido o nos fue impuesto. Un pequeño país en broma, desde la costa hasta los rieles que limitan la Colonia, donde cada uno cree en su papel y lo juega sin gracia. Y así yo, cuando me distraigo, cuando dejo de estar alerta y participo, soy el doctor Díaz Grey, hago el médico, el hombre de ciencia con conocimientos menos discutibles que los de las viejas que atienden partos, empachos y gualichos en el caserío de la costa. Y así también este pobre hombre, al que me empeño en querer, dejó de ser el auténtico y para siempre ignorado Euclides Barthé hace muchos años y todos, sin desconfianza, lo ven representar el boticario, el herborista, el concejal, y —ahora hasta su muerte— el profeta de los prostíbulos sanmarianos.»

VI

«Vengo a decirle que sí, que es posible. Me gustaría poder espiar sus ojos, su cara envilecida, para saber cuánto vale para él lo que le traigo. Pero va a disimular y a esconderse; y mucho más si lo que le traigo es la felicidad.»

VIII

También Barthé estuvo mirando el puño en abandono que junta había colocado sobre el pupitre como una cosa cualquiera separada de él: los pliegues bajo el pulgar, el inconsciente gesto obsceno que alzaba uno de los dedos. Muy próxima a la suya está la cabeza de Junta, con la calvicie escondida por el sombrero, los ojos salientes, la nariz vencida profetizando la derrota, con la periódica, casi imperceptible contracción de la boca hacia la mejilla derecha. Entonces el boticario adivinó o supuso en el otro una forma de la hermandad, una vocación o manía, la necesidad de luchar por un propósito sin tener verdadera fe en él y sin considerarlo un fin.

—Yo sé lo que usted no puede saber—dijo Junta con distraída agresividad—. Algunas cosas hay que vivirlas para saberlas.

El boticario entornó los ojos y su boquita rosada se alargó un poco para sonreír. «Él cree que vivir es lo otro y solo eso. No entendería nunca el significado de mi dinero, de mi prudencia, de mi falta de anécdotas para contar.»

X

«Estoy en Santa María», pensaba rezongando al manotear el primer cigarrillo; mientras se rascaba la cabeza iba reconociendo, también como distintos e inconfundibles, los ruidos que llegaban desde la calle y desde las otras piezas de la pensión. La luz sobre la casa de la costa, sobre los pequeños montes, la playa, el río, era, a toda hora, una luz que no podía ser colocada en ningún recuerdo. En realidad, este bullicio, la velocidad de vida que presentaban el sol, las voces, los motores en la calle y los trajines en la pensión eran extranjeros, incomprensibles en su esencia.

—Pueblo jodido, pueblo de ratas—murmuraba Junta al sentarse en la cama y calzar las zapatillas; lo enfurecía y lo desconcertaba no encontrar, mediodía tras mediodía, un objetivo concreto de odio.

XI

Llegaba en el autito rojo, seguido por los coches o las motocicletas de sus amigos parásitos; yo bebía en mi mesa y a veces lo escuchaba; se volvía para sonreírme, odiándome porque yo era distinto y tenía el coraje de estar solo. Ahora supone que puede tratarme de igual a igual, imagina que el prostíbulo, la casa en la costa, María Bonita, Barthé y Junta constituyen un conflicto, un gran tema que nos separa porque a los dos nos interesa. Nos apasiona, debe pensar. Pero él es un pobre hombre y todos los demás son pobres hombres y pobres mujeres. Ya no puedo ser empujado por los móviles de ellos, me parecen cómicas todas las convicciones, todas las clases de fe de esta gente lamentable y condenada a muerte; tampoco me interesan las cosas que objetivamente, socialmente, deberían interesarme.

[…]

Ana María se volvió rápidamente para hablarle al médico pero solo pudo sonreír; separó los labios como si fuera difícil o doloroso despegarlos, y por un momento estuvo mostrando su sonrisa a Díaz Grey.

«Está envejecida y desesperada; debajo del miedo que tiene ahora hay otro, permanente, interminable; muy pronto quedará convertida en miedo, no será más que eso.»

[…]

«Saber quien soy. Nada, cero, una compañía irrevocable, una presencia para los demás. Para mí, nada. Cuarenta años, vida perdida; una forma de decir porque no puedo imaginarla ganada. Algunos recuerdos que no es forzoso que sean míos. Ninguna ambición colocada fuera del día siguiente. Hay sentimientos de amor, solidaridades con paisajes, luces, bestias, cielos, vegetales, niños, gente que sufre, actos de bondad, mujeres jóvenes y graciosas. Tal vez convenga no hablar de sentimientos, sino de impulsos de ternura, breves, satisfechos por si tengo miedo; y sin miedo no hay pasiones, la acción resulta absurda. Este que está sentado en este banco: nadie, para mí. En cuanto a los otros, a los que me ven curar, hacer sufrir, presentar cuentas, a los que están obligados a considerarme como un pequeño dios que puede imponerles el dolor o suprimirlo, que puede o podrá matarlos o ayudarlos a vivir, nada igualmente.»

XII

Yo solo quiero cosas, novedades concretas, absurdos que me hagan distinto; quiero que me miren, quiero ser el escándalo, quiero que les sea imposible confundirme con ellos mismos, tenerme y pensarme como un igual. No me interesa ser ahora, cada vez ahora y en seguida. Solo me gustan las palabras cuando se convierten en cosas; todas estas palabras del viejo Lanza, todas las de padre, las del colegio, los amigos, casi todas las que escucho son blandas como babas, caen y me desgasto diciéndolas y las babas ajenas y las propias solo sirven para gastarme. Gastan mi tiempo; mi tiempo en soledad y en silencio no existe, no se gasta.

XVIII

A través de los fracasos, de los malos momentos de los años de pruebas y ensimismamientos, de lecciones imprevistas, Junta había llegado a descubrir que lo que hace pecaminoso al pecado es su inutilidad, aquella perniciosa manía de bastarse a sí mismo, de no derivar; su falta de necesidad de trascender y depositar en el mundo, visibles para los demás palpables, cosas, cifras, satisfacciones que pueda ser compartidas.

Pero era inútil hablar y sobre todo con ella; y si había imaginado tener allí a Díaz Grey, si había imaginado una violenta necesidad de compadecer y contradecir al pequeño pusilánime doctor era, debía haber sido, por el placer, la irritación la consciente desesperanza que le prometía el abandono a la inutilidad de hablar. Todo estaba perdido, y no porque un nuevo fracaso lo golpeara, allí en Santa María, cerca de los cincuenta años; no por el rechazo de la ciudad, ni por los anónimos, la histeria de las señoritas, la energía enloquecida del cura Bergner, los pobres diablos que le hacían guardia al prostíbulo bostezando adentro del automóvil.

Todo estaba perdido porque había terminado, casi sorpresivamente, la historia única, insustituible de aquel hombre llamado de varias maneras, llamado Junta, y que él, sin conocerlo, podía vanagloriarse de conocer mejor que nadie. Podría transportarlo, como una mujer a un feto muerto; podía mediante el recuerdo jugar a que estaba vivo. Pero ya no había hechos —los pequeños renacimientos, las modificaciones, los desconciertos, los progresos, las rectificaciones complacidas que cada verdadero hecho significa—, sino una serie de actos reflejos, visibles desde esta muerte hasta la otras, e impuestos por el pasado que acababa de terminar.

Nadie. Ni esta mujer que murmuraba y se encogía junto a la reja de la ventana con las largas piernas que alzaban las rodillas hasta la altura de la cara; y las rodillas sostenían el vaso lleno, inclinado para que ella pudiera torcer la cabeza y beber, infantilmente, conservando las manos inutilizadas bajo las corvas. Ni el doctor Díaz Grey, cordial pero separado, tibio, ajeno, no capacitado desde el nacimiento para comprender lo único que importaba del difunto Junta, de la leyenda que empezaría a crecer vigorosamente y adulterarse. Ni María Bonita, ni Díaz Grey, ni Barthé, ni Vázquez.

Nadie. Muerto, atontado por la convicción del final siempre repentino, a pesar de bravatas e intuiciones, solo le era posible hablar de Junta consigo mismo. Preveía los ademanes medidos, los ojos inmóviles y rojos de los soliloquios, el esfuerzo desesperado, la voluntad de abstención, de pura curiosidad y justicia con que , desde ahora, tendría que evocar los pasajes de su vida terminada para poder reconstruir la historias de Junta y tranquilizarse, antes de la muerte definitiva, con la seguridad de haber obtenido una interpretación manejable. Solo así, creyendo saber qué es lo que se muere, puede morirse en paz.

XIX

Sacó la cabeza para respirar y estuvo braceando hacia la orilla imaginada, invisible, mientras trataba de acordar los pensamientos al vaivén de los hombros, mientras soplaba agua y trataba de conocer lo que era necesario pensar. Se puso boca abajo y fue regresando sin prisa, los ojos entornados bajo el sol, la boca redonda abierta para escupir. Sonreía, comenzaba a despertar, iba exagerando la sensación de frío en las axilas y las ingles; era como si el agua le quitara, junto con olores inmediatos y reconocibles, años y anécdotas, abandonos en que había persistido voluntariosamente. Vertical ahora, alegre, con los brazos extendidos para sostenerse y flotar, empezó a ver, a través de las gotas que le llenaban los ojos, el paisaje familiar. Había rogado, artera, indirectamente, para que sucediera eso. Se dejó hundir y estuvo balanceándose hasta que fue necesario respirar; entonces trepó y sacudió la cabeza empapada bajo el sol.

[…]

—Bueno —dijo Jorge y volvió a reírse—. No estoy emocionado, verdaderamente. Es como en el matrimonio. La amistad se acaba enseguida y uno sigue porque sí, por pereza, porque el otro hizo cosas con uno y ahora es parte de uno. Hice cosas, imaginándolas, con Federico y contigo. Federico está muerto. Nunca supe hablar, pero entendés. No te voy a decir todo lo que pienso de vos porque no se me ocurre, así de golpe. Lo más importante es el cuerpo; y que tenés dinero. Tenés ese cuerpo, fuerza, energía y no te sirve para nada. Para mujeres, claro, y para pelearte en Stata María. Tenés fuerza y no hacés nada que te importe con ella; este te envenena. En cuanto cae alguien al Falansterio, te desnudás y hacés gimnasia para que te vean. A veces le das unos golpes a Ana María. Pero son cosas que no te satisfacen. Entonces, tenés que vivir pidiendo más. Y en Santa María no hay más. Vivís así, te gastás en crueldades baratas. Para que le encuentres un sentido a tu fuerza, tenés que imponerla; y no hay a quien imponérsela. Podés romperle a palos el lomo a un caballo o a una vaca. ¿Pero qué hacemos con eso? Podés acostarte con Ana María y dejar la puerta abierta; podés amenazar a todo Santa Maria y a todos los gringos de la Colonia; podés, como anoche, aplastar con un dedo todos los bichos que se acercaban a la lámpara. Y como tenés dinero, no estaś obligado a gastar tu energía en nada. Sos generoso; pero creo que es otra forma de exhibir tu fuerza. También se puede decir que sos un tipo contradictorio. Sos contradictorio porque querés eso aparte, porque tenés conciencia de que tu fuerza no te sirve para nada. Entonces, porque sos inferior a tu fuerza, inferior a lo que a primera vista podrías ser, por eso resultás débil. Y querés desconcertar para que no te conozcan. Ahora inventaste el prostíbulo, ahora inventaste los celos por tu hermana, los antiguos y los de anoche.

XX

Es fácil dibujar un mapa del lugar y un plano de Santa María, además de darle nombre; pero hay que poner una luz especial en cada casa de negocio, en cada zaguń y en cada esquina. Hay que dar una forma a las nubes bajas que derivan sobre el campanario de la iglesia y las azoteas con balaustradas cremas y rosas; hay que repartir mobiliarios disgustantes, hay que aceptar lo que se odia, hay que acarrear gente, de no se sabe dónde, para que habiten, ensucien, conmuevan, sean felices y malgasten. Y, en el juego, tengo que darles cuerpos, necesidades de amor y dinero, ambiciones disímiles y coincidentes, una fe nunca examinada en la inmortalidad y en el merecimiento de la inmortalidad; tengo que darles capacidad de olvido, entrañas y rostros inconfundibles.


La explicación más creíble es que el padre Bergner no pudo admitir que la cosa sucedería. Así como aceptamos que la muerte existe y que visitará a cada uno de los seres que conocemos, pero nos es imposible concebir con fe que también nosotros hemos de morir, el cura sintió —suponemos, tratamos de explicar— que los prostíbulos, realidades innegables aunque no pasaran evidencias teóricas, podrían establecerse y funcionar en la capital, El Rosario o Salto, también en algún rancho de tierra de un pueblucho sin nombre; casi finalmente, en cualquier lugar del país y del mundo, con excepción de Santa María.

Y creía esto sin vanidad, sin otro defecto que la inocencia porque precisamente allí él oficiaba la misa, bautizaba, ejercía, sabio e inspirado, la presión de sus grandes manos para facilitar el paso a los moribundos.

XXI

—Jorge —repite, para impedir que me confunda—. Te estaba esperando desde la tarde. Quiero decir que desde la tarde deseaba que llegaran las once para verte y hablar contigo. Creo que desde mañana voy a ir al comedor. Ya no me importa, ya no tengo por qué quedarme encerrada. Si supieras… Hace días, más de una semana que descubrí la verdad; pero yo no sabía, de veras, que la había descubierto. No lo supe hasta hoy. ¿Te das cuenta? Y entonces, como la había tenido adentro desde tanto tiempo, no podía esperar a que llegaras para decírtela.

[…]

—No estés ahí lejos —dice—. Hoy tenemos que hablar. Hoy te tengo que explicar la verdad y vas a ver como todo después va a ser maravilloso. Desde mañana, desde ahora mismo. Tú sabes que cuando uno descubre la verdad cree que todos los demás la conocen, que no es necesario decirla.

[…]

Hablo porque tengo que hablar, despreocupado de que me escuche:

—Es absurdo, todo es absurdo. ¿Y qué? Yo estuve todas esas noches y además, durante el día, o seguía estando. Venía y te escuchaba, éramos dos jugando a tu juego, al juego Federico. Pero yo tengo otros juegos, otras desgracias. No sé qué importancia tienen, pero son mis desgracias. Y eran mis desgracias, las tenía adentro, mientras venía a sentarme aquí, a escuchar las mentiras con que buscabas defenderte. Tal vez no, tal vez estés loca de veras. Si estás loca no vas a sufrir por lo que diga, si no estás loca te merecés oírlo.

—Jorge —dice—, Jorge…

Mirando la pipa apagada sé, como si la viera, que entornó los ojos, que sonríe al techo y que hace todo lo posible por aumentar la lástima que se tiene.

—No sigas hablando así. No quiero que te arrepientas de haberme dicho…

—Sé que no me voy a arrepentir. Pero cada noche me arrepentía de no haberlo dicho, y también durante todo el día siguiente. Me arrepentía cuando bajaba al jardín, cada noche. ¿Sigo o me voy? Puedo oír lo que quieras decirme; después me voy.

—No, no —dice, y comprendo que vuelve a sentirse fuerte, que está segura de no haberme perdido—. Es mejor que lo digas todo. Debías habérmelo dicho antes.

—Antes no podía y no śe por qué. No sé por qué puedo hoy.

—Me alegro que puedas, quiero oírte. Es mejor, es necesario que lo digas todo. También yo quiero decírtelo todo. Va a ser como empezar de nuevo, pero ahora en la verdad. Dame coñac.

XXII

Había que vivir, y por eso inventó el patronazgo de las putas pobres, viejas, consumidas, desdeñadas.

Impasible en el centro de las miradas irónicas, en restaurantes que servían puchero en la madrugada, sonriendo a gordas cincuentonas y viejas huesosas con trajes de baile, paternal y tolerante, prodigando oídos y consejos, demostrando que para él continuaba siendo mujer toda aquella que lograra ganar billetes y tuviera la necesaria y desesperada confianza para regalárselos, conquistó el nombre de Juntacadáveres, conquistó la beatitud adecuada para responder al apodo sin otra protesta que una pequeña sonrisa de astucia y conmiseración.

Si hubiera tenido un pequeño impulso suicida, el valor necesario para deternerse frente a un espejo, interrumpir el sueño de un violinista melenudo y raído, tocando, como sin permiso del patrón, para los clientes de cafés de segunda categoría en ciudades de tercera, valses de opereta y popurrís, la cabeza alta y graduadamente desdeñosa, la gran boca inmóvil en una sonrisa apta para cualquier exégesis, seguro de que algo esencial estaba a asalvo mientras no empeñara el violín graseiento y oscurecido, mientras no tocara angos, mientras preservara su música del acompañamiento de borrachos y mujeres groseras, acercándose, cada tres piezas, a las mesas para extender un platillo de metal donde caín las monedas que podía vaciar en los bolsillos de su saco negro sin que la piel de las manos participara de la alegría y de la humillación. Mostrando a veces un programa de concierto, amarillento, gastado en los dobleces, difícil de desplegar, con su fotografía aún reconocible, con la palabra Wien subrayada en rojo por él mismo para que pudiera ser encontrada rápidamente entre las demás, incomprensibles, acosadas por diéresis y curvas sin dulzura.

Aún durante años Junta recorría las salas de baile, lento contoneándose, construyendo con destreza el simulacro de seguridad y calma correspondientes al hombre que había imaginado ser, repartiendo con una mano lenta y fría remedos de saludos y se sentaba en una mesa para ofrecer su amor y su consuelo al desecho de turno. Como si hubiera cargado hasta el rincón tosco y mal iluminado una valija llena de pacotilla y la abriera sobre el mantel y desplegara diestramente la mercadería, sin entusiasmo, seguro de que ningún vendedor pudo nunca convencer a un cliente, seguro de que en el acto de comprar, de pagar un precio por algo, lo que cuenta es solo una oscura combinación de vanidad y sacrificio. Ofrecía un sustituto aceptable de la esperanza, del arrollador deseo masculino, de la entibiada experiencia que puede consolar, comprender y tolerar, prácticamente sin límites.

Las historias casi siempre empezaban así y si él hubiera tenido humor y memoria para compararlas habría comprobado que se trataba, en el fondo, de una sola historia, de un solo suceso inevitable en la vida de las mujeres, como la pubertad, la menopausia y la muerte. Sabía escuchar con la gravedad y la sonrisa oportunas, palmear una mano venosa, marcada, que ya no aceptaba disimulos, burlarse de las aprensiones y repetir con pausada espontaneidad frases de afirmación y optimismo. No ofrecía consuelos vagos, no mencionaba merecidas compensaciones que habrían de llegar, seguramente, algún día: se ofrecía a sí mismo, de cuerpo presente y a partir de aquella noche.

Sabía conseguir, sin pedirlo, que la deslumbrada mujer pagara la cuenta de su borrachera; de este modo los días futuros quedaban libres de interpretaciones erróneas o confusas. cada vez, en el epílogo de aquellas noches de bodas cuando el cadáver adiposo o esquelético que acababa de agregar a su colección o rebaño se resolvía a suspender, siempre provisoriamente, el llanto o los vómitos o las fatigadas frases de ternura murmuradas entre el hombro y la oreja, Junta erguía hacia el techo del dormitorio el cigarrillo encajado en la boquilla y meditaba unos minutos en aquel fracaso y en aquella sensación de fracaso que se vinculaba con todas las mujeres después de los cuarenta años y que parecían estar aguardándolas desde el principio, desde el nacimiento o la adolescencia, como un salteador en un camino. O que ellas llevaban adentro y alimentaban con su sangre y algún día inevitable parían para verse acogotadas por él, por fracaso y culpar de su existencia a los demás, al mundo, al Dios que imaginaban después de cuarentonas.

XXIII

Puedo salvarme, pienso, de ella, de mi cobardía, de mi hermano muerto, de mis padres, de memorias y presentimientos, si exagero hasta poder tocarlo, hasta el terror y el vómito, el diminuto asco que obtengo de saberla más vieja que yo, de saber que ella anduvo por donde yo aún no pisé, de saber que gastó lo que yo todavía no he tocado, de saber que desperdició ya las oportunidades que a mí me esperan. Vuelvo a sentarme y fumo; ella puede aceptar que no vi las lágrimas.

—Era una pregunta impersonal —murmuro con despego—. ¿Por qué no puedo ir al prostíbulo? ¿Por qué no puede, un tipo de diecisiete años? No es que quiera ir. Pero, si podés oírme con calma, si no estás obligada a ser tan imbécil como los demás… —ella sacude la cabeza, la separa de las rodillas y continúa sacudiéndola mientras mira el techo—. Todos son imbéciles. Yo soy más inteligente que ellos, yo soy otro. ¿Por qué tengo que decir que sí a todo lo que ellos creen que es bueno para ellos, a todo lo que me estuvieron preparando porque llegaron antes que yo?

Creo en lo que estoy diciendo, pero no creo ahora, no me importa en este momento; ella va a estallar, a mostrar su juego de esta noche hasta los huesos si nombro a Federico.

[…]

—No hubo Federico, no está el mundo, no hay Santa María. Todo lo que veas fuera de aquí es mentira, todo lo que toques. Y hasta lo que pienses fuera de aquí y lo que pienses estando aquí y que no tenga relación conmigo. Con esto. Contigo y conmigo. Con este cuarto.

Un envío para cada frase, como un remero. Empiezo a desconocerla, a no saber quién es.

—¿Quiénes van a ser? —pregunta—. Ellas, las muchachas estuvieron esta tarde para escribir anónimos. No las quiero, deben ser vírgenes. Debe ser por eso que las encuentro sucias. Es así: todo me da la sensación de mugre, de lo inmundo, de la grasa vieja pegada, negra. Esa grasa de años que está con los rincones donde no se puede mirar en las cocinas. Los vestidos recién hechos, las mangas cortas y los escotes, los brazos, el pescuezo, tan limpios y fregados. Sé cómo es la ropa interior que tienen puesta, sé que se estuvieron lavando después de la siesta, perfumándose antes de venir aquí. Toman el té y escriben, no quieren mirarse con los ojos brillantes, tratan de hacer como si estuvieran trabajando en un oficina.

XXIV

—Yo creo en los rezos —dijo Marcos, le costaba hablar, sacaba la lengua para tocarse las gotas de sudor encima del labio—. Tengo que matar a alguien. La raza es patria; y no soy gringo, no soy alemán, no soy suizo.

XXV

Eran casi todos rubios, tenían las manos grandes, rojizas y ásperas y sus caras daban la misma sensación de uso que las manos: parecían haber manejado alegrías, envidias, recuerdos, temores, convicciones tocándolos, empuñándolos, rozándose contra ellos, cediendo un poco de su forma, aquí y allá; en las sienes, en las miradas, en las frentes, en los alrededores de las bocas.

XXVI

—¿Por qué se tuvo que morir Federico? Digo se tuvo, no pregunto por qué murió. Yo sé lo que hizo. Era un deber a cumplir. Nada tuvieron que hacer las cosas que hemos nombrado. Ni la caída del caballo, ni lo que llamaron pulmonía. Acaso lo haya postergado una vez o diez; no puede saberse. Pero ahora estoy segura de que lo sabíamos, él y yo, que lo supimos desde el principio y con más fuerza cada día, a medida que la felicidad iba criando raíces. Porque la felicidad verdadera no puede crecer, aumentar. Está ahí. Y nosotros nos reíamos, nos mirábamos, nos estábamos tocando con amor. Pero los dos sabíamos, nos abrazábamos sabiendo y locos de miedo y cada uno escondiéndole al toro su terror. De noche nos acostábamos encima del peligro, nos veíamos despertar pensando si sería aquella mañana, aquel día. Él o yo, claro. Temerosos de que le correspondiera al otro cumplir con el deber, horrorizados por la cobardía, el egoísmo de quedar solos, de cumplir con el otro espantoso deber de sufrir y recordar.

XXVII

—¿Sabe? —informó Larsen—. Hace mucho tiempo que no uso armas. Que no las llevo encima, por lo menos.

Bebimos los tres y en la pausa nos llegaron las voces de las mujeres escondidas.

Lugger, ¿verdad? —diagnosticó Juntacadáveres señalando la pistola.

Marcos volvió a llenarse el vaso. No vi restos de saliva en la cara de Larsen. Una de las mujeres invisibles gritó dando órdenes. Junta puso a un lado el vaso vacío y estiró un brazo para levantar la pistola. Marcos lo observaba, sin moverse, sonriendo desdeñoso.

—Claro, Lugger —confirmó Juntacadáveres con expresión feliz—. Lo mejor que conozco. Por ahí adentro anda una Parabellum. Después le pido a las muchachas que la traigan. Son como hermanas gemelas. Sin embargo, si me pregunta a mí…

Cortés y delicado, colocó nuevamente la pistola junto al codo de Marquitos. Volví a llenar los vasos y bebimos. Me sentí de pronto contento y un poco borracho; el coñac de la noche anterior, la misma noche todavía viva, el poco dormir. Entonces, tropezando y adornadas, alegres, entraron las mujeres para darnos la bienvenida.

Marcos se levantó, hizo una reverencia, dijo su nombre y el mío. Trajo vasos del aparador, distribuyó cigarrillos. Después, sonriente, perdonando, estuvo buscando tangos en la pequeña radio blanca y bailó con María Bonita.

Así empezamos a vivir los seis. No quiero saber cuánto tiempo duramos juntos; estoy resuelto a olvidar, y cumplo, los sucesos de rutina y las situaciones absurdas. Puedo pensar que fuimos felices hasta el final, hasta que el oficial y Medina golpearon la puerta en una hora olvidable y hablaron con Marcos, fingieron no verme, le entregaron a Larsen una copia de la orden del gobernador.

XXIX

—En este país no se puede hacer nada. Todo está sucio y gastado. Pero tal vez nos equivoquemos al resolver qué es lo importante y qué no. Hace más de una semana que desapareció Ana María. Alguno de ustedes dee saber dónde está escondida. Y si alguno lo sabe, lo saben todos, con excepción de Marcos Bergner. Lo que prueba que todos ustedes, mis queridos amigos, son hijos de perra. Categoría indispensable para lograr la igualdad entre los hombres. Pero hacen bien. No quiero ir a buscarla. Que vuelva sola; nos vamos a divertir.

XXX

Villa Petrus había seguido creciendo en el sur; junto a la playa. Siguió creciendo sola, con indiferencia de Petrus, que la planeó como un gran negocio balneario. Al no lograr de inmediato el apoyo de Veronentas que necesitaba, Petrus se desentendió. Fueron los jóvenes de la Colonia los que empezaron años después a edificar casitas en Villa Petrus, principalmente para los fines de semana para sus excursiones amorosas. Al principio con las chinitas; después con sus iguales, las hermanas de sus amigos, aquella clase de chicas con la que es posible, aunque no forzoso, casarse. Así que, después de años, de este crecimiento y esta preparación clandestina, de golpe nos enteramos que Villa Petrus era un lugar, el lugar de moda. Quedó establecida la necesidad de ser dueño de una casita próxima a lo que llamaban la playa, aunque allí la arena no fuera diferente a la oscura, mezclada con tierra, barrosa, que se extendía por toda la costa de la región. Y ridículamente, la casona inicial de Petrus, levantada sobre una loma y que había sido como la piedra fundamental del balneario, fue convertida por su propietario actual en casa de pensión.

En algunas quincenas de verano casi llegaba a llenarse con turistas que venían, los más lejanos, de cinco o seis kilómetros para respirar el mismo aire y admirar un paisaje aproximadamente igual al que hubieran podido ver cada día si lo hubieran querido, en el lugar en que vivían y trabajaban durante todo el año.

XXXII

María Bonita hundía y sacaba la mano izquierda del bolso de las uvas; la otra estaba sobre la mesa para mí, para que yo la acariciara. Yo tenía en la cintura la pistola de Marquitos, aceptaba la tolerancia pero desconfiaba de todo matiz de burla o patronazgo. Pensé en Julita y en mis padres, en mi afán rabioso de despojarme, en mi creencia en las vidas breves y los adioses, en el vigor hediondo de las apostasías. Aún no me había alcanzado el remordimiento. Sabía que iba a llegar en cuanto apareciera ese tren sin horario, fantasmal, y yo lo tomara para quedarme solo.

Había, entretanto, un gusto amargo, una forma de precaución y consuelo en el desafío de sobar en público, en el Berna, la mano diestra de una prostituta que tenía edad bastante para ser mi madre, que me sonreía con amor, que buscaba dejar como recuerdo la imagen de una dama vestida con un traje sastre severo y oscuro.

XXXIII

No me impresionaba por muerta; la había visto así muchas veces. Me disgustaba su vejez repentina y creciente, el impudor de su cara ofrecida que, luego de rebotar en la infancia, progresaba acelerada hacia la inmundicia de la senectud, la destrucción.

Pero, de todos modos, me invadían las malas palabras, las ideas sucias e intempestivas. Asquerosamente muerta era por fin mía, amiga sin límites. Estábamos entendiéndonos, se iba formando un pacto indestructible, cierta complicidad en la broma. Se movía lenta y aburrida mientras yo le rezaba una vieja canción:

Las marionetas dan, dan,

dan tres vueltas y se van.

Me enfurecía el futuro inmediato, la imagen de una Julita larga y dura en la cama, con su disfraz de colegial, con la definitiva expresión de gravedad y respeto que conviene ofrecer como adiós a un mundo hecho, administrado por hombrecitos imbéciles. Me dolían las heredadas frases moscas yendo y volviendo encima de su boca en paz, sus ojos sin mirada, su nariz cínica y ya sin motivo.

Solo ella podía ver cómo me alejaba para bajar, sin remedio, hacia un mundo normal y astuto, cuya baba nunca se acercó a nosotros. Julita y yo, desde ahora yo solo, soportándola, por fin honradamente, de veras.