Tomado de Rayuela de Julio Cortázar

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Si algo había elegido desde joven era no defenderse mediante la rápida y ansiosa acumulación de una “cultura”, truco por excelencia de la clase media argentina para hurtar el cuerpo a la realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a salvo del vacío que la rodeaba. Tal vez gracias a esa especie de fiaca sistemática, como la definía su camarada Traveler, se había librado de ingresar en ese orden fariseo (en el que militaban muchos amigos suyos, en general de buena fe porque la cosa era posible, había ejemplos), que esquivaba el fondo de los problemas mediante una especialización de cualquier orden, cuyo ejercicio confería irónicamente las más altas ejecutorias de argentinidad. Por lo demás le parecía tramposo y fácil mezclar problemas históricos como el ser argentino o esquimal, con problemas como el de la acción o la renuncia. Había vivido lo suficiente para sospechar eso que, pegado a las narices de cualquiera, se le escapa con la mayor frecuencia: el peso del sujeto en la noción del objeto.

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Jelly Roll estaba en el piano marcando suavemente el compás con el zapato a falta de mejor percusión, Jelly Roll podía cantar Mamie’s Blues hamacándose un poco, los ojos fijos en una moldura del cielo raso, o era una mosca que iba y venía o una mancha que iba y venía en los ojos de Jelly Roll. Two-nineteen done took my baby away… La vida había sido eso, trenes que se iban llevándose y trayéndose a la gente mientras uno se quedaba en la esquina con los pies mojados, oyendo un piano mecánico y carcajadas manoseando las vitrinas amarillentas de la sala donde no siempre se tenía dinero para entrar. Two-nineteen done took my baby away… Babs había tomado tantos trenes en la vida, le gustaba viajar en tren si al final había algún amigo esperándola, si Ronald le pasaba la mano por la cadera, dulcemente como ahora, dibujándole la música en la piel, Two-seventeen’ll bring her back some day, por supuesto algún día otro tren la traería de vuelta, pero quién sabe si Jelly Roll iba a estar en ese andén, en ese piano, en esa hora en que había cantado los blues de Mamie Desdume, la lluvia sobre una claraboya de París a la una de la madrugada, los pies mojados y la puta que murmura If you can’t give a dollar, gimme a lousy dime, Babs había dicho cosas así en Cincinnati, todas las mujeres habían dicho cosas así alguna vez en alguna parte, hasta en las camas de los reyes, Babs se hacía una idea muy especial de las camas de los reyes pero de todos modos alguna mujer habría dicho una cosa así, If you can’t give a million, gimme a lousy grand, cuestión de proporciones, y por qué el piano de Jelly Roll era tan triste, tan esa lluvia que había despertado a Guy, que estaba haciendo llorar a la Maga, y Wong que no venía con el café.

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Encendiendo un Gauloise con el pucho del otro, miró otra vez el cajón, sacó la novela, pensando vagamente en la lástima, ese tema de tesis. La lástima de sí mismo: eso estaba mejor. “Nunca me propuse la felicidad”, pensó hojeando vagamente la novela. “No es una excusa ni una justificación. Nous ne sommes pas au monde. Donc, ergo, dunque… ¿Por qué le voy a tener lástima? ¿Por qué encuentro una carta a su hijo que en realidad es una carta para mí? Yo, autor de las cartas completas a Rocamadour. Ninguna razón para la lástima. Allí donde esté tiene el pelo ardiendo como una torre y me quema desde lejos, me hace pedazos nada más que con su ausencia. Y patatí y patatá. Se va a arreglar perfectamente sin mí y sin Rocamadour. Una mosca azul, preciosa, volando al sol, golpeándose alguna vez contra un vidrio, zas, le sangra la nariz, una tragedia. Dos minutos después tan contenta, comprándose una figurita en una papelería y corriendo a meterla en un sobre y mandársela a una de sus vagas amigas con nombres nórdicos, desparramadas en los países más increíbles. ¿Cómo le podés tener lástima a una gata, a una leona? Máquinas de vivir, perfectos relámpagos. Mi única culpa es no haber sido lo bastante combustible para que a ella se le calentaran a gusto las manos y los pies. Me eligió como una zarza ardiente, y he aquí que le resultó un jarrito de agua en el pescuezo. Pobrecita, carajo”.

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Hacía mucho que Gregorovius había renunciado a la ilusión de entender, pero de todos modos le gustaba que los malentendidos guardaran un cierto orden, una razón. Por más que se barajaran las cartas del tarot, tenderlas era siempre una operación consecutiva, que se llevaba a cabo en el rectángulo de una mesa o sobre el acolchado de una cama. Conseguir que el tomador de brebajes pampeanos accediera a revelar el orden de su deambular. En el peor de los casos que lo inventara en el momento; después le sería difícil escapar de su propia tela de araña. Entre mate y mate Oliveira condescendía a recordar algún momento del pasado o contestar preguntas. A su vez preguntaba, irónicamente interesado en los detalles del entierro, la conducta de la gente. Pocas veces se refería directamente a la Maga, pero se veía que sospechaba alguna mentira. Montevideo, Lucca, un rincón de París. Gregorovius se dijo que Oliveira hubiera salido corriendo si hubiera tenido una idea del paradero de Lucía. Parecía especializarse en causas perdidas. Perderlas primero y después largarse atrás como un loco.

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—El mínimo imponible dijo Oliveira—. Era tenedor de libros clandestino. El viejo Trouille, qué personaje para Céline. Algún día te tengo que contar, si es que vale la pena, y no la vale.

—Me gustaría —dijo Traveler.

—Sabés, todo está tan en el aire. Cualquier cosa que te dijera sería como un pedazo del dibujo de la alfombra. Falta el coagulante, por llamarlo de alguna manera: zás, todo se ordena en su justo sitio y te nace un precioso cristal con todas sus facetas. Lo malo —dijo Oliveira mirándose las uñas— es que a lo mejor ya se coaguló y no me di cuenta, me quedé atrás como los viejos que oyen hablar de cibernética y mueven despacito la cabeza pensando en que ya va a ser la hora de la sopa de fideos finos.

El canario Cien Pesos produjo un trino más chirriante que otra cosa.

—En fin —dijo Traveler—. A veces se me ocurre como que no tendrías que haber vuelto.

—Vos lo pensás —dijo Oliveira—. Yo lo vivo. A lo mejor es lo mismo en el fondo, pero no caigamos en fáciles deliquios. Lo que nos mata a vos y a mí es el pudor, che. Nos paseamos desnudos por la casa, con gran escándalo de algunas señoras, pero cuando se trata de hablar… Comprendés, de a ratos se me ocurre que podría decirte… No sé, tal vez en el momento las palabras servirían de algo, nos servirían. Pero como no son las palabras de la vida cotidiana y del mate en el patio, de la charla bien lubricada, uno se echa atrás, precisamente al mejor amigo es al que menos se le pueden decir cosas así. ¿No te ocurre a veces confiarte mucho más a un cualquiera?

—Puede ser —dijo Traveler afinando la guitarra—. Lo malo es que con esos principios ya no se ve para qué sirven los amigos.

—Sirven para estar ahí, y en una de esas quién te dice.

—Como quieras. Así va a ser difícil que nos entendamos como en otros tiempos.

—En nombre de los otros tiempos se hacen las grandes macanas en éstos —dijo Oliveira—. Mirá, Manolo, vos hablás de entendernos, pero en el fondo te das cuenta que yo también quisiera entenderme con vos, y vos quiere decir mucho más que vos mismo. La joroba es que el verdadero entendimiento es otra cosa. Nos conformamos con demasiado poco. Cuando los amigos se entienden bien entre ellos, cuando los amantes se entienden bien entre ellos, cuando las familias se entienden bien entre ellas, entonces nos creemos en armonía. Engaño puro, espejo para alondras. A veces siento que entre dos que se rompen la cara a trompadas hay mucho más entendimiento que entre los que están ahí mirando desde afuera. Por eso… Che, pero yo realmente podría colaborar en La Nación de los domingos.

—Ibas bien —dijo Traveler afinando la prima— pero al final te dio uno de esos ataques de pudor de que hablabas antes. Me hiciste pensar en la señora de Gutusso cuando se cree obligada a aludir a las almorranas del marido. […]

—En fin —dijo Oliveira—, ya que insistís en que me dé vuelta los bolsillos y ponga las pelusas sobre la mesa…

—Altro que dar vuelta los bolsillos. Mi impresión es que vos te quedás tan tranquilo viendo cómo a los demás se nos empieza a armar un corso a contramano. Buscás eso que llamás la armonía, pero la buscás justo ahí donde acabás de decir que no está, entre los amigos, en la familia, en la ciudad. ¿Por qué la buscás dentro de los cuadros sociales?

—No sé, che. Ni siquiera la busco. Todo me va sucediendo.

—¿Por qué te tiene que suceder a vos que los demás no podamos dormir por tu culpa?

—Yo también duermo mal.

—¿Por qué, para darte un ejemplo, te juntaste con Gekrepten? ¿Por qué me venís a ver? ¿Acaso no es Gekrepten, no somos nosotros los que te estamos estropeando la armonía?

—Tenés mucha razón, viejito —dijo Oliveira, llenando los vasos de caña—, con la única salvedad de que le estás dando a Gekrepten más importancia de la que tiene.

—¿Y nosotros?

—Ustedes, che, a lo mejor son ese coagulante de que hablábamos hace un rato. Me da por pensar que nuestra relación es casi química, un hecho fuera de nosotros mismos. Una especie de dibujo que se va haciendo. Vos me fuiste a esperar, no te olvides.

—¿Y por qué no? Nunca pensé que volverías con esa mufa, que te habrían cambiado tanto por allá, que me darías tantas ganas de ser diferente… No es eso, no es eso. Bah, vos ni vivís ni dejás vivir.

La guitarra, entre los dos, se paseaba por un cielito.

—No tenés más que chasquear los dedos así —dijo Oliveira en voz muy baja— y no me ven más. Sería injusto que por culpa mía, vos y Talita…

—A Talita dejala afuera.

—No —dijo Oliveira—. Ni pienso dejarla afuera. Nosotros somos Talita, vos y yo, un triángulo sumamente trismegístico. Te lo vuelvo a decir: me hacés una seña y me corto solo. No te creas que no me doy cuenta de que andás preocupado.

—No es con irte ahora que vas a arreglar mucho.

—Hombre, por qué no. Ustedes no me necesitan.

Traveler preludió Malevaje, se interrumpió. Ya era noche cerrada, y don Crespo encendía la luz del patio para poder leer.

—Mirá —dijo Traveler en voz baja—. De todas maneras alguna vez te mandarás mudar y no hay necesidad de que yo te ande haciendo señas. Yo no dormiré de noche, como te lo habrá dicho Talita, pero en el fondo no lamento que hayas venido. A lo mejor me hacía falta.

—Como quieras, viejo. Las cosas se dan así, lo mejor es quedarse tranquilo. A mí tampoco me va tan mal.

—Parece un diálogo de idiotas —dijo Traveler.

—De mongoloides puros —dijo Oliveira.

—Uno cree que va a explicar algo, y cada vez es peor.

—La explicación es un error bien vestido —dijo Oliveira—. Anotá eso.

—Sí, entonces más vale hablar de otras cosas, de lo que pasa en el Partido Radical. Solamente que vos… Pero es como las calesitas, siempre de vuelta a lo mismo, el caballito blanco, después el rojo, otra vez el blanco. Somos poetas, hermano.

—Unos vates bárbaros —dijo Oliveira llenando los vasos—. Gentes que duermen mal y salen a tomar aire fresco a la ventana, cosas así.

48

Las indagaciones en el Cerro habían tenido el aire exterior de un descargo de conciencia: encontrar, tratar de explicarse, decir adiós para siempre. Esa tendencia del hombre a terminar limpiamente lo que hace, sin dejar hilachas colgando. Ahora se daba cuenta (una sombra saliendo detrás de un ventilador, una mujer con un gato) que no había ido por eso al Cerro. La psicología analítica lo irritaba, pero era cierto: no había ido por eso al Cerro. De golpe era un pozo cayendo infinitamente en sí mismo. Irónicamente se apostrofaba en plena plaza del Congreso: “¿Y a esto le llamabas búsqueda? ¿Te creías libre? ¿Cómo era aquello de Heráclito? A ver, repetí los grados de la liberación, para que me ría un poco. Pero si estás en el fondo del embudo, hermano.” Le hubiera gustado saberse irreparablemente envilecido por su descubrimiento, pero lo inquietaba una vaga satisfacción a la altura del estómago, esa respuesta felina de contentamiento que da el cuerpo cuando se ríe de las hinquietudes del hespíritu Y se acurruca cómodamente entre sus costillas, su barriga y la planta de sus pies. Lo malo era que en el fondo él estaba bastante contento de sentirse así, de no haber vuelto, de estar siempre de ida aunque no supiera adónde. Por encima de ese contento lo quemaba como una desesperación del entendimiento a secas, un reclamo de algo que hubiera querido encarnarse y que ese contento vegetativo rechazaba pachorriento, mantenía a distancia. Por momentos Oliveira asistía como espectador a esa discordia, sin querer tomar partido, socarronamente imparcial. Así vinieron el circo, las mateadas en el patio de don Crespo, los tangos de Traveler, en todos esos espejos Oliveira se miraba de reojo. Hasta escribió notas sueltas en un cuaderno que Gekrepten guardaba amorosamente en el cajón de la cómoda sin atreverse a leer. Despacio se fue dando cuenta de que la visita al Cerro había estado bien, precisamente porque se había fundado en otras razones que las supuestas. Saberse enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá a otras fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que destruiría alguna vez ese contento visceral del cuerpo hinchado de cerveza y papas fritas. Todas esas palabras que usaba para llenar el cuaderno entre grandes manotazos al aire y silbidos chirriantes, lo hacían reír una barbaridad. Traveler acababa asomándose a la ventana para pedirle que se callara un poco. Pero otras veces Oliveira encontraba cierta paz en las ocupaciones manuales, como enderezar clavos o deshacer un hilo sisal para construir con sus fibras un delicado laberinto que pegaba contra la pantalla de la lámpara y que Gekrepten calificaba de elegante. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, un dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad abierta y porosa. Matar el objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala, así como la súplica de Fausto al instante que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba como se posa en la mesa la copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo.

Hubiera sido tan fácil organizar un esquema coherente, un orden de pensamiento y de vida, una armonía. Bastaba la hipocresía de siempre, elevar el pasado a valor de experiencia, sacar partido de las arrugas de la cara, del aire vivido que hay en las sonrisas o los silencios de más de cuarenta años. Después uno se ponía un traje azul, se peinaba las sienes plateadas y entraba en las exposiciones de pintura, en la Sade y en el Richmond, reconciliado con el mundo. Un escepticismo discreto, un aire de estar de vuelta, un ingreso cadencioso en la madurez, en el matrimonio, en el sermón paterno a la hora del asado o de la libreta de clasificaciones insatisfactoria. Te lo digo porque yo he vivido mucho. Yo que he viajado. Cuando yo era muchacho. Son todas iguales, te lo digo yo. Te hablo por experiencia, m’hijo. Vos todavía no conocés la vida.

[…]

Caminar con un propósito que ya no fuera el camino mismo. De tanta cháchara (qué letra, la ch, madre de la chancha, el chamamé y el chijete) no le quedaba más resto que esa entrevisión. Sí, era una fórmula meditable. Así la visita al Cerro, después de todo, habría tenido un sentido, así la Maga dejaría de ser un objeto perdido para volverse la imagen de una posible reunión —pero no ya con ella sino más acá o más allá de ella; por ella, pero no ella—. Y Manú, y el circo, y esa increíble idea del loquero de la que hablaban tanto en estos días, todo podía ser significativo siempre que se lo extrapolara, hinevitable hextrapolación a la hora metafísica, siempre fiel a la cita ese vocablo cadensioso. Oliveira empezó a morder la pizza, quemándose las encías como le pasaba siempre por glotón, y se sintió mejor. Pero cuántas veces había cumplido el mismo ciclo en montones de esquinas y cafés de tantas ciudades, cuantas veces había llegado a conclusiones parecidas, se había sentido mejor, había creído poder empezar a vivir de otra manera, por ejemplo una tarde en que se había metido a escuchar un concierto insensato, y después… Después había llovido tanto, para qué darle vueltas al asunto. Era como con Talita, más vueltas le daba, peor. Esa mujer estaba empezando a sufrir por culpa de él, no por nada grave, solamente que él estaba ahí y todo parecía cambiar entre Talita y Traveler, montones de esas pequeñas cosas que se daban por supuestas y descontadas, de golpe se llenaban de filos y lo que empezaba siendo un puchero a la española acababa en un arenque a la Kierkegaard, por no decir más. La tarde del tablón había sido una vuelta al orden, pero Traveler había dejado pasar la ocasión de decir lo que había que decir para que ese mismo día Oliveira se mandara mudar del barrio y de sus vidas, no solamente no había dicho nada sino que le había conseguido el empleo en el circo, prueba de que. En ese caso apiadarse hubiera sido tan idiota como la otra vez: lluvia, lluvia. ¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?

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Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. Si empezaba a tirar del ovillo iba a salir una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis, lanatúner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad, lanaturalidad, la lana hasta lanáusea pero nunca el ovillo. Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que tenían que ver con la inteligencia o información, una cosa era jugar al truco o discutir a John Donne con Traveler, todo transcurría en un territorio de apariencia común; pero lo otro, ser una especie de mono entre los hombres, querer ser un mono por razones que ni siquiera el mono era capaz de explicarse empezando porque de razones no tenían nada y su fuerza estaba precisamente en eso, y así sucesivamente. […]

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Morelliana

¿Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un edén, un otro mundo? Todo lo que se escribe en estos tiempos y que vale la pena leer está orientado hacia la nostalgia. Complejo de la Arcadia, retorno al gran útero, back to Adam, le bon sauvage (y van…), Paraíso perdido, perdido por buscarte, yo, sin luz para siempre… Y dale con las islas (cf. Musil) o con los gurús (si se tiene plata para el avión París-Bombay) o simplemente agarrando una tacita de café y mirándola por todos lados, no ya como una taza sino como un testimonio de la inmensa burrada en que estamos metidos todos, creer que ese objeto es nada más que una tacita de café cuando el más idiota de los periodistas encargados de resumirnos los quanta, Planck y Heisenberg, se mata explicándonos a tres columnas que todo vibra y tiembla y está como un gato a la espera de dar el enorme salto de hidrógeno, o de cobalto que nos va a dejar a todos con las patas para arriba. Grosero modo de expresarse, realmente.

La tacita de café es blanca, el buen salvaje es marrón, Planck era un alemán formidable. Detrás de todo eso (siempre es detrás, hay que convencerse de que es la idea clave del pensamiento moderno) el Paraíso, el otro mundo, la inocencia hollada que oscuramente se busca llorando, la tierra de Hurgalyâ. De una manera u otra todos la buscan, todos quieren abrir la puerta para ir a jugar. Y no por el Edén, no tanto por el Edén en sí, sino solamente por dejar a la espalda los aviones a chorro, la cara de Nikita o de Dwight o de Charles o de Francisco, el despertar a campanilla, el ajustarse a termómetro y ventosa, la jubilación a patadas en el culo (cuarenta años de fruncir el traste para que duela menos, pero lo mismo duele, lo mismo la punta del zapato entra cada vez un poco más, a cada patada desfonda un momentito más el pobre culo del cajero o del subteniente o del profesor de literatura o de la enfermera), y decíamos que el homo sapiens no busca la puerta para entrar en el reino milenario (aunque no estaría nada mal, nada mal realmente) sino solamente para poder cerrarla a su espalda y menear el culo como un perro contento sabiendo que el zapato de la puta vida se quedó atrás, reventándose contra la puerta cerrada, y que se puede ir aflojando con un suspiro el pobre botón del culo, enderezarse y empezar a caminar entre las florcitas del jardín y sentarse a mirar una nube nada más que cinco mil años, o veinte mil si es posible y si nadie se enoja y si hay una chance de quedarse en el jardín mirando las florcitas.

De cuando en cuando entre la legión de los que andan con el culo a cuatro manos hay alguno que no solamente quisiera cerrar la puerta para protegerse de las patadas de las tres dimensiones tradicionales, sin contar las que vienen de las categorías del entendimiento, del más que podrido principio de razón suficiente y otras pajolerías infinitas, sino que además estos sujetos creen con otros locos que no estamos en el mundo, que nuestros gigantes padres nos han metido en un corso a contramano del que habrá que salir si no se quiere acabar en una estatua ecuestre o convertido en abuelo ejemplar, y que nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo, como los famosos obreros que en 1907 se dieron cuenta una mañana de agosto de que el túnel del Monte Brasco estaba mal enfilado y que acabarían saliendo a más de quince metros del túnel que excavaban los obreros yugoslavos viniendo de Dublivna. ¿Qué hicieron los famosos obreros? Los famosos obreros dejaron como estaba su túnel, salieron a la superficie, y después de varios días y noches de deliberación en diversas cantinas del Piemonte, empezaron a excavar por su cuenta y riesgo en otra parte del Brasco, y siguieron adelante sin preocuparse de los obreros yugoslavos, llegando después de cuatro meses y cinco días a la parte sur de Dublivna, con no poca sorpresa de un maestro de escuela jubilado que los vio aparecer a la altura del cuarto de baño de su casa. Ejemplo loable que hubieran debido seguir los obreros de Dublivna (aunque preciso es reconocer que los famosos obreros no les habían comunicado sus intenciones) en vez de obstinarse en empalmar con un túnel inexistente como es el caso de tantos poetas asomados con más de medio cuerpo a la ventana de la sala de estar, a altas horas de la noche.

Y así uno puede reírse, y creer que no está hablando en serio, pero sí se está hablando en serio, la risa ella sola ha cavado más túneles útiles que todas las lágrimas de la tierra, aunque mal les sepa a los cogotudos empecinados en creer que Melpómene es más fecunda que Queen Mab. De una vez por todas sería bueno ponernos de desacuerdo en esta materia. Hay quizá una salida, pero esa salida debería ser una entrada. Hay quizá un reino milenario, pero no es escapando de una carga enemiga que se toma por asalto una fortaleza. Hasta ahora este siglo se escapa de montones de cosas, busca las puertas y a veces las desfonda. Lo que ocurre después no se sabe, algunos habrán alcanzado a ver y han perecido, borrados instantáneamente por el gran olvido negro, otros se han conformado con el escape chico, la casita en las afueras, la especialización literaria o científica, el turismo. Se planifican los escapes, se los tecnologiza, se los arma con el Modulor o con la Regla de Nylon. Hay imbéciles que siguen creyendo que la borrachera puede ser un método, o la mescalina o la homosexualidad, cualquier cosa magnífica o inane en sí pero estúpidamente exaltada a sistema, a llave del reino. Puede ser que haya otro mundo dentro de éste, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fabuloso de los días y las vidas, no lo encontraremos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix. Ese mundo existe en éste, pero como el agua existe en el oxígeno y el hidrógeno, o como en las páginas 78, 457, 3, 271, 688, 75 y 456 del diccionario de la Academia Española está lo necesario para escribir un cierto endecasílabo de Garcilaso. Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla. Por leerla entendamos generarla. ¿A quién le importa un diccionario por el diccionario mismo? Si de delicadas alquimias, osmosis y mezclas de simples surge por fin Beatriz a orillas del río, ¿cómo no sospechar maravilladamente lo que a su vez podría nacer de ella? Qué inútil tarea la del hombre, peluquero de sí mismo, repitiendo hasta la náusea el recorte quincenal, tendiendo la misma mesa, rehaciendo la misma cosa, comprando el mismo diario, aplicando los mismos principios a las mismas coyunturas. Puede ser que haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, si somos él, ya no se llamará así. Hasta no quitarle al tiempo su látigo de historia, hasta no acabar con la hinchazón de tantos hasta, seguiremos tomando la belleza por un fin, la paz por un desiderátum, siempre de este lado de la puerta donde en realidad no siempre se está mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria, perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido estereofónico, y por qué entonces inquietarse si probablemente el mundo es finito, la historia se acerca al punto óptimo, la raza humana sale de la edad media para ingresar en la era cibernética. Tout va très bien, madame la Marquise, tout va très bien, tout va très bien.

Por lo demás hay que ser imbécil, hay que ser poeta, hay que estar en la luna de Valencia para perder más de cinco minutos con estas nostalgias perfectamente liquidables a corto plazo. Cada reunión de gerentes internacionales, de hombres-de-ciencia, cada nuevo satélite artificial, hormona o reactor atómico aplastan un poco más estas falaces esperanzas. El reino será de material plástico, es un hecho. Y no que el mundo haya de convertirse en una pesadilla orwelliana o huxleyana; será mucho peor, será un mundo delicioso, a la medida de sus habitantes, sin ningún mosquito, sin ningún analfabeto, con gallinas de enorme tamaño y probablemente dieciocho patas, exquisitas todas ellas, con cuartos de baño telecomandados, agua de distintos colores según el día de la semana, una delicada atención del servicio nacional de higiene,

con televisión en cada cuarto, por ejemplo grandes paisajes tropicales para los habitantes del Reijavik, vistas de igloos para los de La Habana, compensaciones sutiles que conformarán todas las rebeldías,

etcétera.

Es decir un mundo satisfactorio para gentes razonables.

¿Y quedará en él alguien, uno solo, que no sea razonable?

En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta, el castigo por haberse acordado del reino. En alguna risa, en alguna lágrima, la sobrevivencia del reino. En el fondo no parece que el hombre acabe por matar al hombre. Se le va a escapar, le va a agarrar el timón de la máquina electrónica, del cohete sideral, le va a hacer una zancadilla y después que le echen un galgo. Se puede matar todo menos la nostalgia del reino, la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña. Wishful thinking, quizá, pero ésa es otra definición posible del bípedo implume.

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Larga charla con Traveler sobre la locura. Hablando de los sueños, nos dimos cuenta casi al mismo tiempo que ciertas estructuras soñadas serían formas corrientes de locura a poco que continuaran en la vigilia. Soñando nos es dado ejercitar gratis nuestra aptitud para la locura. Sospechamos al mismo tiempo que toda locura es un sueño que se fija.

Sabiduría del pueblo: “Es un pobre loco, un soñador…”

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La invención del alma por el hombre se insinúa cada vez que surge el sentimiento del cuerpo como parásito, como gusano adherido al yo. Basta sentirse vivir (y no solamente vivir como aceptación, como cosa-que-está-bien-que-ocurra) para que aun lo más próximo y querido del cuerpo, por ejemplo la mano derecha, sea de pronto un objeto que participa repugnantemente de la doble condición de no ser yo y de estarme adherido.

Trago la sopa. Después, en medio de una lectura, pienso: “La sopa está en mí, la tengo en esa bolsa que no veré jamás, mi estómago.” Palpo con dos dedos y siento el bulto, el removerse de la comida ahí dentro. Y yo soy eso, un saco con comida adentro.

Entonces nace el alma: “No, yo no soy eso.”

Ahora que (seamos honestos por una vez)

sí, yo soy eso. Con una escapatoria muy bonita para uso de delicados: “Yo soy también eso.” O un escaloncito más: “Yo soy en eso.”

Leo The Waves, esa puntilla cineraria, fábula de espumas. A treinta centímetros por debajo de mis ojos, una sopa se mueve lentamente en mi bolsa estomacal, un pelo crece en mi muslo, un quiste sebáceo surge imperceptible en mi espalda.

(Como el verso de Lorca: “Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.” Y creo que también Swift, loco: “Pero, Celia, Celia, Celia defeca.”)

Sobre el dolor físico como aguijón metafísico abunda la escritura. A mí todo dolor me ataca con arma doble: hace sentir como nunca el divorcio entre mi yo y mi cuerpo, me lo pone como dolor. Lo siento más mío que el placer o la mera cenestesia. Es realmente un lazo. Si supiera dibujar mostraría alegóricamente el dolor ahuyentando al alma del cuerpo, pero a la vez daría la impresión de que todo es falso: meros modos de un complejo cuya unidad está en no tenerla

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Las vidas que terminan como los artículos literarios de periódicos y revistas, tan fastuosos en la primera plana y rematando en una cola desvaída, allá por la página treinta y dos, entre avisos de remate y tubos de dentífrico.

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[…]

Hespectador hactivo. Había que hanalizar despacio el hasunto. Por el momento ciertos cuadros, ciertas mujeres, ciertos poemas, le daban una esperanza de alcanzar alguna vez una zona desde donde le fuera posible aceptarse con menos asco y menos desconfianza que por el momento. Tenía la ventaja nada despreciable de que sus peores defectos tendían a servirle en eso que no era un camino sino la búsqueda de un alto previo a todo camino. “Mi fuerza está en mi debilidad”, pensó Oliveira. “Las grandes decisiones las he tomado siempre como máscaras de fuga.” La mayoría de sus empresas (de sus hempresas) culminaban not with a bang but a whimper; las grandes rupturas, los bang sin vuelta eran mordiscos de rata acorralada y nada más. Lo otro giraba ceremoniosamente, resolviéndose en tiempo o en espacio o en comportamiento, sin violencia, por cansancio —como el fin de sus aventuras sentimentales— o por una lenta retirada como cuando se empieza a visitar cada vez menos a un amigo, leer cada vez menos a un poeta, ir cada vez menos a un café, dosando suavemente la nada para no lastimarse.

“A mí en realidad no me puede suceder ni medio” pensaba Oliveira. “No me va a caer jamás una maceta en el coco”. ¿Por qué entonces la inquietud, si no era la manida atracción de los contrarios, la nostalgia de la vocación y la acción? Un análisis de la inquietud, en la medida de lo posible, aludía siempre a una descolocación, a una excentración con respecto a una especie de orden que Oliveira era incapaz de precisar. Se sabía espectador al margen del espectáculo, como estar en un teatro con los ojos vendados; a veces le llegaba el sentido segundo de alguna palabra, de alguna música, llenándolo de ansiedad porque era capaz de intuir que ahí estaba el sentido primero. En esos momentos se sabía más próximo al centro que muchos que vivían convencidos de ser el eje de la rueda, pero la suya era una proximidad inútil, un instante tantálico que ni siquiera adquiría calidad de suplicio. Alguna vez había creído en el amor como enriquecimiento, exaltación de las potencias intercesoras. Un día se dio cuenta de que sus amores eran impuros porque presuponían esa esperaza mientras que el verdadero amante amamba sin esperar nada fuera del amor, aceptando ciegamente que el día se volviera más azul y la noche más dulce y el tranvía menos incómodo. “Hasta de la sopa hago una operación dialéctica”, pensó Oliveira. De sus amantes acababa por hacer amigas, cómplices en una especial contemplación de la circunstancia. Las mujeres empezaban por adorarlo (realmente lo hadoraban), por admirarlo (una hadmiración hilimitada), después algo les había sospechar del vacío, se echaba atrás y él les facilitaba la fuga, les abría la puerta para que se fueran a jugar a otro lado. En dos ocasiones había estado a punto de sentir lástima y dejarles la ilusión de que lo comprendían, pero algo le decía que su lástima no era auténtica, más bien un recurso barato de su egoísmo y su pereza y sus costumbres. “La Piedad está liquidando”, se decía Oliveira y las dejaba irse, se olvidaba pronto de ellas.

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—Sí, pero disculpame si insisto un poco. Yo quisiera que te imaginaras un mundo donde podés cortar un pan en pedazos sin que se queje.

—Es difícil de creer, realmente —dijo Etienne.

—No, en serio, che. ¿A vos no te pasa que te despertás a veces con la exacta conciencia de que en ese momento empieza una increíble equivocación?

—En medio de esa equivocación —dijo Etienne— yo pinto magníficos cuadros y poco me importa si soy una mariposa o Fu-Manchú.

—No tiene nada que ver. Parece que gracias a diversas equivocaciones Colón llegó a Guanahani o como se llamara la isla. ¿Por qué ese criterio griego de verdad y de error?

—Pero si no soy yo —dijo Etienne, resentido. Fuiste vos el que habló de una increíble equivocación.

—También era una figura —dijo Oliveira—. Lo mismo que llamarle sueño. Eso no se puede calificar, precisamente la equivocación es que no se puede decir siquiera que es una equivocación.

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Traveler siguió confiando y esperando cada vez menos. Los sueños volvieron cada uno por su lado. Las cabezas dormían tocándose y en cada una se alzaba el telón sobre un escenario diferente. Traveler pensó irónicamente que parecían los cines contiguos de la calle Lavalle, y alejó del todo su esperanza. No tenía ninguna fe en que ocurriera lo que deseaba y sabía que sin fe no ocurriría. Sabía que sin fe no ocurre nada de lo que debería ocurrir, y con fe casi siempre tampoco.